Martín Heidegger escribió una vez que “el error de los hombres hoy consiste en que ignorándolo todo del largo crecimiento de las cosas, se figuran de la noche a la mañana que pueden forzarlas a cualquier uso doméstico que les plazca”. El materialismo ramplón explica el beso como un modo solidario de compartir la sal con un pariente, o como un minucioso intercambio de bacterias: pero la poesía sabe que esta forma del acercamiento significa mucho más.
Hace días escuché una historia que casi me hizo llorar de la ternura. Y que me parece digna de repetir para los lectores en estos días dulces de Navidad dedicados a la exaltación del amor al prójimo y a la reedición del prodigio del Verbo hecho carne.
Como olvidé los nombres de las criaturas, debo bautizarlas por mi cuenta y riesgo. Las llamaré Elsa, Doris y Emily. Tres muchachas norteamericanas rubias y saludables. Elsa y Doris habían ido a pasar ese diciembre en la casa de campo de Emily, que tenía un lago. Un lago adorable a donde acudían por la tarde a contemplar la tragedia del crepúsculo desde el yatecito recién comprado de su padre.
Una vez Emily propuso a sus amigas que navegaran en esas aguas enardecidas con la puesta del sol. Y ellas cedieron a la tentación. Y desataron el bote. Y se alejaron de la orilla al ritmo del chapoteo feliz de los remos. Y se maravillaron ante la ardiente belleza de las aguas del ocaso. Doris era dicharachera y alegre y se puso a saltar de alegría. Esto asustó a sus amigas. Pues la pequeña embarcación vaciló. Elsa quiso obligarla a que se sentara. Con tan mala suerte que dio una voltereta. Y cayó al agua.
Sus amiguitas sabían lo bien que nadaba y no se preocuparon. Y hasta celebraron el chapuzón con risas y palmas. Pero la cara de susto de Elsa pronto les hizo comprender lo que estaba pasando. Los ojos azules se hundían sobre la línea de la superficie y resurgían muy abiertos. Y ella estiraba las pequeñas manos pidiendo socorro. Y volvía a desaparecer en las aguas ya casi oscuras. No podía ser una broma.
Emily estaba a cargo de los remos y rogó a Doris que la ayudara. Pero el peso de Doris, que era la más gordita, desbalanceó el bote al inclinarse y este acabó por dar la vuelta. Las dos amigas de Emily, entrelazadas, más que ayudarse se estorbaban. Mientras esta trataba de volver a su posición el casco de fibra de vidrio.
En la tarde, los gritos se mezclaban con una algarabía de pájaros. Pero al fin alertaron a unos pescadores. Sin embargo, cuando estos llegaron las dos amigas de Emily se habían desvanecido dejando un agujero en las aguas, un ojo sombrío rodeado de peces curiosos, mientras ella se aferraba al borde de la barca.
Cuando Emily fue rescatada apenas podía hablar. Las palabras se le deshacían en la garganta hinchada y azul. Los pescadores le ayudaron a expulsar el agua que había tragado a montones. Y la llevaron al dispensario próximo, donde recobró el ánimo. Y recibió a los reporteros de la emisora local, que vinieron a entrevistarla. Uno de esos periodistas que a veces resbalan en la impertinencia de la crueldad quiso saber lo que había pensado en el espanto, quizás para corroborar la creencia que supone que los ahogados reconstruyen su biografía cuando son arrastrados por las corrientes. Y entonces ella dijo eso tan bello que me conmovió hasta casi las lágrimas. Yo solo pensé, dijo Emily, mientras luchaba por liberar los pies de las algas del fango del fondo del lago, que solo tenía quince años, que era muy pronto para abandonar este mundo, y que me iba a morir sin que nadie me hubiera besado. Y yo recordé las palabras de Heidegger. Y supe lo importante que puede ser un beso para una muchacha más allá de la fantasía del origen. Feliz Navidad.